Cansada de todos los días lo mismo… Madrugar porque mamá necesita que le ayude en la casa, pensar en que momento haré mis labores académicas, sufrir contra el cansancio para no quedarme dormida porque según mi padre tengo que aprovechar todo el día y por si fuera poco, nada contra la corriente para que me permitan tener una vida social normal, donde pueda salir con amigos, celebrar cumpleaños, tomar un poco, bailar, correr, reír hasta el cansancio sin pensar en que en casa me espera una cantaleta por haber hecho esto.
Por cada una de las cosas mencionadas anteriormente, he tomado la decisión, y es que me quiero ir a vivir sola, donde nadie me diga lo que tengo que hacer: Donde me pueda levantar tarde y dormir temprano, donde nadie viva pendiente de lo que tengo que hacer, donde las dietas y el ejercicio me den la mano sin que otros me digan si lo estoy o no haciendo bien.
Con más de 18 años, ya es justo demostrarle a mis padres que me puedo ir a vivir sola, que yo puedo con mi vida, que las fiestas no me van a convertir en una mala mujer ni mucho menos, que puedo ser dueña de mis actos sin luego tener que arrepentirme. Porque esta es mi decisión.
Tomo mi ropa y la empaco en varias maletas, rumbo a mi nueva vida; estoy muy feliz. Por fin seré libre de aquellos que me quieren controlar la vida… Pasó una semana, ya casi un mes y en mi nuevo cuarto no cabe un trapo más, me invade el desorden y la nevera ya no tiene yogures para sostenerme, ya casi toca pagar arriendo y yo aquí, sin bañar… Esforzándome por respirar. Entonces cierro los ojos y recuerdo los regaños de mamá, y sin más ni menos la extraño; no sé porque tenía tanto afán de vivir sola, de crecer, si finalmente no hay mejor vida que la que se disfruta en el primer hogar, esa que me brindaban mamá y papá.