«Cuando era niña, pegada de sus piernas después de un regaño, rogaba a Dios y le rogara a ella que me perdonara porque para mi era muy importante lo que pudiera pensar de mi… Cariños iban y también venían, mi madre siempre sabía como hacerme feliz, me daba un dulce si la enorgullecía y una buena palmada si no lo hacía y así día a día me enseñaba como era de lindo crecer a su lado.
Ya en mi adolescencia, época en la que peleaba con el mundo constantemente, las cosas cambiaron un poco pues todos los días despertaba estresada de escucharla decir que se me iba a hacer tarde, me molestaba que me preguntara si iba a desayunar o sobre cuales eran mis planes para ese día, así que la ignoraba o contestaba de mala gana sin saber que un día me llegaría a hacer mucha falta.
Fueron muchas las ocasiones en las que discutí con ella por su forma de ser, en las que voltee los ojos porque me pedía un favor o porque no me hacía caso, sin darme cuenta que mi madre siempre había estado para mí, que antes yo era la que la molestaba con mis cosas y que aún así ella nunca se quejaba, a pesar de lo fastidiosa que podía llegar a ser yo con mis cosas.
Y entre tanto y tanto mi madre envejeció, ya no eran tan gratas las charlas que yo esperaba tener con ella, sí, aunque suene extraño después de pedirle que no me molestara yo era la que quería hablar, pero ella cansada de vivir ya no me atendía, y si lo hacía su voz casi silenciosa no era capaz de responder y mientras tanto yo lloraba.
Recordando una a una las veces que preferí salir con mis amigos a quedarme con ella, los momentos que desperdicié por mi amargura y mi mal genio y sobretodo las veces que dejé de decirle que la amaba ella se fue… Y se fue para siempre, a sus 78 años ha partido de casa y del mundo, y no han pasado ni siquiera 10 días desde aquel instante en que partió y yo ya miro al cielo diciendo: ¡Que falta me hace mi madre!».